La otra vez, me encontraba en la sala de espera de la ginecóloga, cuando casi sin quererlo, me vi reflejada en el vidrio de la pared frente a mi y contemplé asqueada el espectro inflado, poroso e inmanejable que representaba mi cabello.
"Asco de humedad.", pensé mientras enfocaba el exterior a través de la ventana y contemplaba desilusionada el diluvio que humedecía la tarde.
Volví a mirar mi reflejo, y siguió sin gustarme lo que ví. "Maldito pelo. Asco, posta.", pensé nuevamente. Y, como queriendo consolarme, miré en derredor para justificarme. Claro, me di cuenta que una a una, todas las mujeres que mi vista iba recorriendo, se encontraban con una situación muy parecida a la mía.
Empecé a relajarme. Cada una de ellas -todas a su manera según su estilo de cabello, tintura, corte y peinado- se veían en el mismo estado que yo: genuinamente alteradas por las condiciones climáticas, de una manera más que inevitable.
Pero, justo cuando mis ojos terminaban de recorrer el salón, y mientras mi alma de mujercita se sentía cada vez menos fastidiada ("mal de muchas, consuelo de tontas") la encontré a ella.
Ella, sentada en una esquina de la sala, con su pelo corto y lacio, impecable. Ella, con su carré sin frizz, prolijo y perfecto. Ella, con su estilo inalterado, a pesar del tremendo temporal que nos afectaba a todas. Parecía destacarse en un rincón de luz, mientras todas nosotras éramos parte de la plebe meteorológica sumida en la oscuridad. Y con su mirada inexpresiva mientras aguardaba su turno médico, casi parecía no importarle su condición de élite.
Y fue allí que terminó mi calma, mi consuelo. Mi sentimiento de pertenencia al inevitable colectivo femenino; todas unidas en el desastre capilar, todas hermanas en sentimiento y en sufrimiento; menos ella.
Claro, era coreana.
Estos orientales...! No hay caso, nos ganan en todas. Cómo los admiro!
Maldita herencia latina, la mía...
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